Acerca de las tomas

¿Quiénes son "estos pibes"? 

Changos, chinitas, niños, niñas, gurises, gurisas…para los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires y el gran cordón urbano de la provincia son pibes y pibas, nuestros pibes y pibas de las escuelas secundarias de hoy.
Para los que tenemos treinta años en la escuela pública- treinta significativos años- verlos, oírlos, abrazarlos -como gustan decir algunos pedagogos-acompañarlos en esta etapa es la más grata devolución de nuestra tarea que este tiempo histórico nos puso por delante: apostarle a la semilla. Porque ¿que otra cosa es dedicarse a la educación pública sino otorgarle entidad a la metáfora del sembrador?
Estos pibes tenían cinco años en el 2001, y sus hermanos mayores los tenían fuerte de la mano mientras mamá le pegaba a la cacerola. Y juntos corrían entre las piernas de los asambleistas.
Estos pibes lloraban a la par de los abuelos cuando despedían primos en el aeropuerto, sin entender que les pasaba por dentro a esos viejos,  pero intuyendo que nada bueno tenía ese piso lustroso sobre el que patinaban.
Estos pibes vieron agarrarse la cabeza al papá cuando volvió a casa con el título de desempleado y nunca le quedó claro  si ese día había sido  el del comienzo del fin de su familia tipo.
Estos pibes  jugaban en el patio del club barrial, o de la parroquia o en la plaza,  mientras madres, tías y abuelas ofrecían sus productos fato en casa en el trueque y se contentaban con las zapatillas usadas que les pusieron esa tarde después de llevar las diez pizzas con las que las mujeres de la familia tapaban el agujero del neoliberalismo.
Estos pibes sospechaban que no era un juego eso de andar golpeando las puertas de los bancos con martillos. Algo oscuro y vital les indicaba que esos señores ofuscados no estaban jugando: les habían encerrado la ilusión  de vivir una vejez más digna. Los acorralaron.
Estos pibes, un día, dejaron de jugar en la calle porque en la tele todo, todo el tiempo les decían a sus papás que el secuestro Express estaba esperándolos. Entonces aparecieron las rejas en el jardín, las ventanas, las plazas…
Estos pibes encontraron que las relaciones humanas sólo eran virtuales: la seño dejó de acariciarlos, porque tal vez “alguien” podía suponer que detrás de ese vínculo de amor a la tarea se escondían otras intenciones y volvían sucios a casa si mamá no podía –cabeza de familia como era- ir a cambiarlos al jardín.
Con estos ingredientes levóse este pan.
Un día, diez años después, llegaron a la escuela secundaria. Esta, la denostada, la que aparece vacía de contenido y sin identidad. La que no tiene buena prensa entre- inclusive- pedagogos y funcionarios a pesar de que recibe a 4 millones de jóvenes en su cotidiano, en el territorio extenso del  país. La misma que año a año atiende la demanda de los que quieren dar su curso de ingreso, o participar del sorteo de sus vacantes, o se contenta con la reubicación de la misma,  ni más ni menos que para no quedar en la temible zona de exclusión. Y en ese escenario, el del entrenamiento para la vida adulta, estos pibes ensayan sus respuestas: se tocan, se miran, se aman, se odian, se preguntan, nos interpelan.
Y nosotros, los adultos que acompañamos este entrenamiento socio-educativo nos miramos en sus ojos. Todas las mañanas, de los 360 días del año. Porque 180 es solo un número que no representa nada en el momento de hacer la diferencia. La marca escolar puede darse en un segundo, un día, un mes, un año o nunca. Se trata de vínculos reales.
Decía, los que tenemos cincuenta y aún transitamos los pasillos de la escuela pública respiramos juventud. Olemos su perfume y por las tardes –o las noches en los vespertinos del país- salimos de la escuela pateando fuerte, corriendo a los pibes que se quedan en la puerta, en los escalones, en la esquina de este, su lugar de vital entrenamiento.
                                               Prof. Maria Cristina Oliva

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